7 jun 2012

Fragmento de Elogio de Madrastra

Abriendose la bata y apartando el camisón, lo acomodó y guió, con mano impaciente. Lo había sentido afanarse, jadear, besarla, moverse, torpe y frágil como un animalito que aprende a andar. Lo había sentido, muy poco después, soltando un gemido, terminar. Cuando volvió al dormitorio, el aseo de don Rigoberto aún no había concluído. El corazón de doña Lucrecia era un tambor desbocado, un galope ciego. Se sentía asombrada de su temeridad y -le parecía mentira- ansiosa por abrazar a su marido. Su amor por él había aumentado. La figura del niño también estaba allí, en su memoria, enterneciendola. ¿Era posible que hubiera hecho el amor con él y fuera a hacerlo ahora con el padre? Sí, lo era. No sentía remordimiento ni vergüenza.
Elogio de la madrastra, Vargas Llosa, 1988

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