1 jul 2013

Los hilos invisibles.

El objeto artístico literario cuenta con una complejidad particular que se ha analizado desde la base lingüística por una vasta temporada. Tiene sentido si es que miramos la dicotomía saussureana de significado/significante y pensamos que atrás de cualquier forma perceptible de sensorialmente, hay un contenido que sólo es abstraído por un sinfín de relaciones mentales entre las ideas y el objeto en el mundo al que le hacen referencia estas formas.
Donde el camino se vuelve complejo, es al pensar que la Literatura toma como centro el significante, la forma, y así podemos comprender que más allá del contenido o de la típica idea de que el acontecer en las manifestaciones artísticas narrativas es lo más importante, hay una experiencia estética que estas siluetas incitan en el lector.
La idea que se intentó desarrollar de manera muy breve en los párrafos anteriores nos llevan a un abordaje de dos obras literarias de la Literatura Chilena vanguardista a través de esta mirada; Hijo de Ladrón (1951) y Eloy (1967), de Manuel Rojas y Carlos Droguett respectivamente.
Volvamos a la idea de forma por sobre contenido para delimitar ciertos postulados: ambos textos abordan temáticas similares, la violencia y la marginación social en el protagonista, además de contar con presencias femeninas e infantiles en los personajes. Según estos datos visibles podemos establecer un panorama general tanto a nivel abstracto en las temáticas, como a nivel textual en los personajes.
Además de ello podemos establecer otro contínuo que cabe mencionar, las fechas de publicación de ambos textos, que se enmarcan en la segunda mitad del s. XX, donde hay un corte más tradicional en la forma de narrativa de Rojas y así mismo un matiz que pareciera ser lejano a la técnica tradicional de la narrativa de antaño en Droguett, por lo cual a través de esta lectura breve podemos establecer una especie de avance estilístico, el cual nos devuelve a la idea de pretensión de esta reflexión, que es establecer una caracterización de las formas, lo que se puede considerar como  estrechamente relacionado con el estilo.
El siguiente paso, sería abrir ambos libros y encontrarnos con lo que esconden para el lector; personajes marginados, los cuales están narrados de forma muy diferente a simple vista –la forma-, encuentran un intertexto o un hilo dorado casi invisible que se puede percibir: dos personajes que por circunstancias de la vida se insertan en este panorama delictual y que una y otra vez intentan volver a una infantilidad –relacionando la idea de lo infantil con lo ingenuo-, y tienen desenlaces tortuosos y que dejan al lector con una sensación de fracaso, de duda, y por sobre todo de desesperanza ante el avance innegable de nuestra sociedad que no nos permite dar marcha atrás, tal como ocurriría en la Pequeña fábula de Kafka, de manera muy sutil y muy anterior a estas escrituras.
La alusión anterior, es otra sensación sutil que queda en el lector, el cual también se puede sentir identificado con la violencia, lo cual se puede graficar en el breve pasaje de Droguett [...] párate, Eloy, párate, por Dios [...][1], que nos muestra una desesperación de necesitar avanzar, necesitar vislumbrar una mínima esperanza, la cual nunca se cumple, el destino fue así y no hay nada que podamos hacer para cambiarlo, el sistema nos obliga a cosas que no queremos hacer pero hacemos para sobrevivir y ser castigados al mismo tiempo.
[...]Te voy a matar, le gritaba, y entonces, el Toño le decía, riendo de pie en la oscuridad: Mátala, mátala, bonito, Eloy, y él disparaba justo para que la bala se llevara por delante un trozo iluminado de la vela y el Toño lloraba asustado en la oscuridad... [...][2]
Esta lectura de la violencia y la marginación, lo cual nos lleva a sentir una profunda injusticia y a comprometernos con los personajes, es desarrollada a través de un juego que el narrador decide realizar de manera unilateral con el lector, el cual se compromete con las causas y en ciertos momentos tiene un respiro, tal como el del fragmento anterior, donde encontramos la idea de muerte casi como una película de terror nos la entregaría, el juego peligroso y a la vez inocente, que en esta lectura posterior detiene aún más la mirada, el niño con el adulto jugando a morir, asustándose ‘de mentiras’, totalmente opuesto a lo que encontramos más de cien páginas después con esta desesperación de una tercera persona que ruega u ordena a Eloy levantarse.
Sin embargo, no podemos completar esta efervescencia sin contar con la opresión silenciosa que circunda el ambiente de estos personajes de diversas formas,  y que se puede graficar en un pasaje de Rojas.
     Mi madre calló; preguntó después:
     -¿Y el niño?
El hombre me miró y miró de nuevo el bolsón de mis libros. Dudó un instante: su mente, al parecer, no veía claramente el asunto pero, como hombre cuya profesión està basada en el cumplimiento del deber a pesar de todo, optó por lo peor:
     -El niño también. [3]

En este fragmento, que se encuentra en el nacimiento de la obra y que narra la inocente reflexión de un niño ante la suerte que le ha tocado ante su padre y posteriormente a su madre por tomarla detenida –junto con el-, vemos una forma absolutamente distinta a la violencia textual de Droguett, pero que sin embargo justamente a través de esta descripción ingenua logra provocar en el lector el sentimiento requerido, esta injusticia y abuso de poder que en el trato ficcional suponemos no saber, pero que en una breve reflexión social vigente sobre la delincuencia, vemos que un niño que es obligado a vivir la realidad penal o delictual –en cualquiera de sus ‘etapas’- probablemente termine como terminó Aniceto, sin salida, sin retorno, con una única oportunidad que es incierta, tal como se describe en el siguiente pasaje:
Al cabo de ese rato comencé a darme cuenta de que no podría mantenerme así toda la noche: un invencible cansancio y un profundo sueño se apoderaban de mí, y aunque sabía que dormirme o siquiera adormilarme significaba la caída en la línea y la muerte, sentí, dos o tres veces, que mis músculos, desde los ojos hasta los pies, se abandonaban al sueño.[4]
¿Cómo podemos saber si existe otro desenlace que este?, ¿Acaso la detención de la existencia es un castigo que debe ser temido?, ¿Qué decisión ética tiene que tomar el lector para cumplir con el pacto ficcional de todo texto literario?, son cuestionamientos claves que no se pueden resolver más que de forma personal, pero que al menos como generalidad de toda pieza literaria que vale la pena leer -podemos saber al cerrar la contratapa de ambos libros- que toda buena lectura conlleva un nuevo orden interno respecto a ideas y realidades, nos llevan a reflexiones que pueden resultar dolorosas, pero que no podemos evitar dada nuestra naturaleza humana.
Así, para concluír, se puede establecer que a través de estas formas, siluetas, significantes, toma sentido el significado que se intentó esbozar al inicio de esta reflexión; el olvido del contenido por sí sólo, el paso al segundo plano de lo que estamos tan fervientes por consumir en la sociedad contemporánea, de qué sirve el conocimiento proposicional si la forma en que se nos entrega es quien cumple el trabajo de conmocionar al lector, y de permitirle -en un posible intento-, encontrar estos hilos invisibles entre las obras.


[1] 1967, Carlos Droguett, Eloy. (Pág. 146)
[2] Ibidem. (Pág. 17).
[3] 1951, Manuel Rojas. Hijo de Ladrón. (Pag. 12)
[4] Ibídem, (pág. 3)

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